Todavía se tocan y bailan jarabes en varias regiones de México, la mayoría son piezas fijas ya folclorizadas, como el jarabe tapatío, el jarabe ranchero o michoacano, el jarabe oaxaqueño y el jarabe tlaxcalteco que aparecen en los festivales escolares y como repertorio de los ballets folclóricos. Basta buscar en internet, ver un programa de mano o preguntar a un profesor para darnos cuenta de su fuerte presencia oficial; pero como tradición viva y en contexto, los jarabes se tocan y bailan todavía en los Altos que comparten Jalisco y Zacatecas, acompañados con conjuntos de tambora; en la Sierra Gorda, por los ejecutantes del huapango arribeño, en la Tierra Caliente, sus Balcones y el Mazahuacán, ejecutados por conjuntos y grupos de cuerdas, ya sean de arpa grande, tamborita, de raspa, o de violín y banjo, como lo hacen los jñatjo (mazahuas).
Todos los jarabes enunciados parecen tener un origen común, o cuando menos usan el mismo vocablo para referirse a una pieza o un género musical, lírico y bailable que puede diferir en forma y contenido. Ello se debe a que la tradición sale del campo a la ciudad, sube a los tablados teatrales y regresa a los pueblos y puertos con estudiantes, escribanos, marineros y soldados, cruza los mares se recrea en bodas pueblerinas, charaperías y figones, vuelve a subir al escenario y se extiende llevada por arrieros y vaqueros en una suerte de diálogo intenso entre lo culto y lo popular, lo expontáneo con lo tradicional y lo escénico, de manera que bajo el nombre de “jarabe”, puede haber lo mismo una representación performativa ideada, ordenada e implementada por el Esta,do que una tradición vigoroza...
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