miércoles, 25 de mayo de 2022

Juan Pérez

Juan Pérez, guitarrista, originario de ciudad Altamirano, tal vez emparentado con esa familia de músicos pungarabatenses que tuvieron una orquesta y residente en San Miguel Totolapan. Estuvo casado con María Isabel García de El Terrero, también parte de una familia musical. Él aparece como filarmónico y entre sus testigos está J. Santos Piedra, también ejecutante de la guitarra, y su compañero en el conjunto musical de Dionicio Pascual, violinista.
           María Isabel García era hija de Francisco García y Macaria Urdiera, ambos de San Antonio de la Gavia, perteneciente a San Miguel Totolapan. Entre los amigos de su padre, que aparece como testigo en el registro civil, en su boda en 1911, está el “filarmónico” Gregorio Aguirre, por lo que es probable que ejerciera también el oficio, aunque en los documentos que hemos revisado no se da cuenta de ello; pues, como hemos dicho en otros casos, la práctica musical no siempre es la “ocupación” principal o con mayor prestigio social para anotarse.
             La pareja formada por el “filarmónico” Juan Pérez y María Isabel García se presentó ante el Juez del Registro Civil el 9 de junio de 1937. Al dar sus “generales”, el pretenso dijo tener 25 años, ser soltero, mexicano, católico, “de raza mezclada con blanca”, originario de Ciudad Altamirano y vecino de San Miguel, hijo legítimo de los finados Rómulo González y Victoriana Pérez, vecinos que fueron de ciudad Altamirano. Por su parte la señorita García dijo: tener 20 años, ser soltera, con “la ocupación de su sexo”, mexicana, católica, “de raza mezclada con blanca”, originaria de la Cuadrilla del Terrero, e hija legítima de los esposos Francisco García y de la finada Macrina Urdiera. Actuaron como sus testigos, dos hermanos, el primero lo fue del pretenso, se trató de J. Santos Piedra, mayor de edad, soltero, no registraron su ocupación laboral, pero sabemos que era guitarrero y compañero del novio en el conjunto de don Dionicio Pascual; su hermano J. Reyes Piedra, también mayor de edad, soltero, sirvió de testigo para la novia. La pareja se casó dos días después.
             El 29 de octubre de 1943 la pareja vio nacer a su  amado hijo Amado, el padre Juan dijo tener 30 años y ser “jornalero”, en tanto doña Chabelita dijo tener 21 años y ocuparse del hogar.
            La familia pasó un trago amargo al morir la niña Victoriana Pérez, de 6 años, oriunda de El Terrero, por el piquete de un alacrán a las 19:30 horas del día 29 de noviembre de 1945; fue inhumada en El Cubo. Al año siguiente, el 19 de enero, la pareja vio nacer a otra niña a quien le pusieron de nuevo Victoriana, el nombre de la madre de don Juan, que ya había fallecido. Aunque se pide que los testigos no tengan parentesco con los interesados en el acto civil, en esta ocasión fueron J. Ángel Pérez, 23 años, y Sidronio García, de 30 años, agricultores, y residentes en El Terrero.
              Aunque pareciera que don Juan se dedicaba más al trabajo en el campo que en la música, el 5 de enero de 1949, al registrar a su hija Aurora, que había nacido en El Terrero el 13 de agosto de 1948, volvió a decir que era “filarmónico”, de 28 años, y su esposa María Isabel García, de 25 años, ocupada en “las labores de su sexo”.
            Hasta aquí la breve historia de don Juan Pérez, guitarrero, y probablemente también violinista, oriundo de Pungarabato y residente en El Terrero de San Miguel Totolapan; su nombre, bastante común, produce muchos homónimos a los que es difícil seguir la pista y descartarlos.

martes, 24 de mayo de 2022

Espiridión Salgado.

Espiridión Salgado, es descrito como “filarmónico”, hijo de Hesiquio Salgado, también músico, de San Antonio de la Gavia, y una de las ramas de esta familia musical que llega hasta el presente.
El primer documento que encontramos de don Espiridión es cuando fue padrino de los gemelos José Francisco y José Ramón Bustamante, nacidos en San Miguel Totolapan, el 5 de octubre de 1900; los miembros de la familia Bustamante aparecerán repetidamente en los actos civiles de esta rama de la familia Salgado, e incluso emparentarán con el tiempo. Todavía no sabemos si son descendientes de Odón Bustamante, filarmónico de fines del siglo XIX, también de Totolapan, y si sus descendientes también practicaron el arte de Euterpe.
El filarmónico Espiridión Salgado contrajo matrimonio civil con Adolfina Araujo el 13 de enero de 1925, en San Miguel Totolapan. En ése momento dijo ser “de raza indígena mezclada con español”, mexicano, soltero, de 25 años, originario y vecino de la cuadrilla de San Antonio, hijo legítimo de los finados Hesiquio Salgado y Nicolasa Arellano. Su esposa dijo ser célibe, de 15 años de edad, originaria y vecina también de la cuadrilla de San Antonio, hija legítima del finado J. Isabel Manzo y de la señora Diega Martínez. En ése momento la pareja no sabe leer ni escribir.
La pareja bautizó a su hija Agustina Francisca el 4 de octubre de 1929; sus padrinos fueron Socorro Carranza y Crescenciana Carranza, otra familia que se relaciona con ellos.
En 1930 la familia de Espiridión Salgado de 30 años, casado por las dos leyes con Adolfina Araujo, de 18 años, con sus hija: Agustina de 9 años, vivía en la Cuadrilla de San Antonio, en la casa número de 26; con ellos estaba Isaías Salgado, soltero de 18 años, J. Jesús Calderón, soltera de 15 años, y Feliciana Salgado de 8 años. En las casas que rodean el hogar familiar hay otras familias apellidadas Salgado.
Hasta 1932 nació su segunda hija, el 5 de marzo, en Totolapan, a quien llamaron María Elena. En ése documento dijo que su ocupación era ser “jornalero” y tener 27 años; pero ya hemos mostrado que las edades en los documentos no siempre son “exactas” y que, al no saber leer y escribir, sólo refería aproximadamente las fechas.
Don Espiridión tuvo un hijo “natural” con Candelaria Ortiz, originaria y vecina de Santa María, llamado Pablo Ortiz, quien se casó el 2 de junio de 1941 con María Campos. En ése momento tenía 27 años, era soltero, era jornalero, católico y mexicano. No fue el único, Alfonso Salgado Ortiz, hermano del anterior, se casó el 9 de abril de 1945, con Hermenegilda Reza Calderón, ambos de San Antonio de la Gavia; él tenía 20 años, era “agricultor”, soltero y mexicano. Su cónyuge tenía 20, soltera y ocupada en las labores domésticas. Es interesante que este tío del más conocido violinista Alfonso Salgado, esbozara la vida de su sobrino.
La unión de Luciano Bustamante y Agustina Salgado fraguó la amistad que mantenían las familias; contrajeron nupcias el 28 de junio de 1947. El tenía 18 años, era “agricultor”, originario de San Antonio de la Gavia; ella tenía 15 años, era célibe y de la misma cuadrilla y vivía sólo con su mamá, pues su padre había fallecido. El era hijo de Ramón Bustamante, el niño bautizado por don Espiridión, que entonces era agricultor, y viudo de Julia Bernal.
El 19 de abril de 1954 fue un día aciago para la familia, pues Alfonso Salgado fue asesinado. Tenía 25 años, vivía en unión libre, era agricultor, con domicilio en Los Bancos; según declaró su madre: Candelaria Ortiz. Los testigos fueron, de nueva cuenta, miembros de la familia Bustamante, Bartolo Bustamante, de 45 años, agricultor, y Julián Bustamante de 30 años, agricultor, ambos de Los Bancos.
No podemos afirmar que los Salgado Ortiz fueran músicos; sin embargo, un hijo de doña Elena Salgado Araujo, José Antonio Palacios Salgado, también fue “filarmónico”. Así lo declaró al dar parte del fallecimiento de su madre; ella tenía 45 años y murió en San Antonio de la Gavia sin asistencia médica, de “dolor”; él declaró tener 23 años, ocuparse en la música y residir en Acapulco, Guerrero. Los testigos fueron de nuevo miembros de la familia Bustamante, llamados Cleto Bustamante, entonces de 32 años, agricultor, y Ursino Bustamante, de 25 años, también agricultor, ambos con domicilio en San Antonio.

lunes, 23 de mayo de 2022

J. Santos Piedra


J. Santos Piedra, ejecutante de la guitarra, formó parte del conjunto que formó don Narciso Pascual, luego también tocó don Hilario Salgado de San Miguel Totolapan, antes que sus hijos lo acompañaran.
El apellido Piedra se encuentra en varias familias de las localidades del municipio de San Miguel Totolapan y Tlapehuala, en particular en la comunidad de Santa María, llamada luego Nuevo Guerrero; parecen estar emparentados porque los nombres se repiten constantemente y generan homónimos; por ejemplo en 1902, murió en Tlapehuala Antonio Piedra, hijo de Santos Piedra y María Clarines; o bien el 20 de mayo de 1920, el señor J. Leonor Piedra, casado, jornalero, de 40 años de edad, presentó un niño vivo que nació el día 28 en la cuadrilla de Morelita a quien se le puso por nombre J. Santos Piedra, hijo natural del compareciente y de Catalina Pérez, que vive.
La familia que seguiremos es la que tuvo como base el matrimonio de Julio Piedra y Micaela Romero, quienes vivieron en unión libre, tal vez por la pobreza. Su hijo Reyes Santos nació el 6 de enero de 1905 en San Miguel Totolapan, don Julio tenía 19 años, casado, jornalero, y doña Micaela tenía 17 años de edad, casada, y ambos eran originarios de la cabecera. Santos era nieto por línea paterna de Juan Piedra y de la señora Nicolasa Tránsito, el primero de 64 años de edad, casado, labrador y la segunda de 54 años de edad, casada, ambos originarios de San Miguel, y por la materna de Gregorio Romero, de 48 años, labrador que es casado en segundas nupcias, y de la finada María Severiana Celso.
El 10 de octubre de 1929, nació en San Miguel, un niño que fue registrado el 1 de febrero de 1930, a quien se puso por nombre Pinito de la Cruz, su madre la señora Dionicia de la Cruz, de 35 años, soltera, “indígena mexicana”, católica, originaria y vecina del pueblo. El niño fue registrado como hijo natural de Santos Piedra, de 40 años (en realidad 25 si es el mayor, y 22 si es el menor), soltero, indígena, jornalero, mexicano, católico, originario y vecino del mismo pueblo, hijo de Julio Piedra, ya difunto y Micaela Romero, que vive.
En 1930 vivían en San Miguel Totolapan, en la calle de Zaragoza, casa número 26, doña Micaela Romero, casada (en realidad viuda), que dijo tener 35 años (en realidad tenía 42, pues había nacido en 1888) con sus hijos Reyes Piedra de 25 años, labrador y Santos Piedra de 22, labrador; lo que parece indicar que el padre era difunto, y que los dos vástagos varones se llamaron Santos.
Un año después los hermanos José Santos Piedra y Enedina Piedra, llevaron a bautizar a su sobrina Agapita Gregoria, nacida el 26 de enero de 1930, en Totolapan, hija natural de Anastasia Romero.
La primera hija de J. Santos Piedra nació en San Miguel Totolapan, el 8 de octubre 1936; tenía 20 años, era soltero, se desempeñaba como herrero, mexicano, católico, “de raza indígena pura”, originario y vecino del pueblo. La niña nació en su casa habitación, el 17 de septiembre, le llamó Salustia Francisca Piedra, “hija natural” del comparente y de la señora Canuta Apolinar, de 18 años, soltera, con la profesión de su sexo, mexicana, católica, “de raza indígena pura”, también originaria y vecina de Totolapan. La niña fue la primera, nació en “alumbramiento simple” y en unión libre. Es interesante que por parte de doña Canuta, sus padres Gabino Apolinar y Juana Pascual, son miembros de dos familias de músicos de la región.
La pareja de Santos Piedra y Canuta Apolinar volvieron a ser padres el 13 de abril de 1944, cuando nació Hermenegildo. Don Santos tenía 30 años y se dedicaba a la agricultura. Aparecen como testigos Felipe Catalán, 50 años, agricultor y Filiberto Jaimes, 29 años, agricultor, ambos con domicilio conocido en San Miguel; el dueto formará parte de los actos familiares en varias ocasiones, apareciendo como testigos, tal vez fueran también músicos, aunque todavía no hemos encontrando las referencias.
Tres años después, el 17 de enero de 1947, en Totolapan, nació Antonio Piedra, hijo de J. Santos Piedra, hijo natural, reconocido, puesto que sus padres vivían en unión libre. Es homónimo de ese Antonio Piedra, muerto en Tlapehuala por heridas en un pleito. El 25 de junio de 1949, en San Miguel nació Juan, también hijo natural de la pareja.
No hemos encontrado todavía la fecha en que falleció este músico.

martes, 17 de mayo de 2022

Los Villareal

 


El 13 de abril de 1894 compareció ante el Juez del Registro Civil de San Miguel Totolapan el ciudadano Ursino Villarreal, dijo ser “originario” de la Cuadrilla de Santa Cruz, del municipio de Ajuchitlán, entonces tenía 23 años de edad, estaba casado, se ocupaba como “filarmónico”, con residencia en la Cuadrilla de San Antonio de la Gavia, de San Miguel Totolapan; declaró que: como a las 3 de la mañana de hoy, su esposa dio a luz a un niño vivo a quien puso por nombre Hermenegildo Villareal, hijo legítimo del comparente y de Cecilia Calderón, del mismo origen y vecindad, entonces de 22 años de edad. El niño era nieto por línea paterna del ciudadano Julián Villarreal y María Aguirre, originarios y vecinos de la Cuadrilla de Santa Ana, en Ajuchitlán, casados; el primero tenía al momento 44 años de edad, de ocupación “filarmónico”, y la segunda de 40 años, ambos vivían en la misma comarca de San Antonio; por la materna, el niño era nieto del finado Manuel Calderón y de Demetria Sandoval, originaria y vecina del mismo San Antonio, de “33” años de edad, viuda.
Este documento es el único donde aparece la actividad musical de los Villareal, padre e hijo; no sabemos si, por el nombre de la madre, “Cecilia”, y su apellido tengan parentesco con la familia de músicos Calderón, también de Santa Ana y de otras cuadrillas en el municipio de Ajuchitlán.
Don Julián fue hijo de José Villareal y Antonia Bueno quienes aparecen en el libro de registro de 1822, bajo el mandato de Agustín de Iturbide como “Ciudadanos del Imperio”, y como “no indígenas”. Julián contrajo matrimonio en Ajuchitlán, el 13 de diciembre de 1868, con María Josefa Aguirre; vivían en Las Tinajas entonces. Aunque no sabemos si don José Villareal ejerció la profesión filarmónica, la familia conservó más de 100 años la práctica musical.
Los Villareal se moverán continuamente entre las “cuadrillas” de los municipios entre Ajuchitlán y Arcelia. El nombre de “cuadrilla” era dado a los grupos de jornaleros que trabajan de manera coordinada en una hacienda, y que quedó registrado civilmente como una unidad habitacional, incluso al concluir el régimen de la hacienda ligada al Porfiriato. La referencia casi constante es que “son de Santa Ana” pero residen en “San Antonio de la Gavia”, con muchas variantes, que nos muestran la dependencia al trabajo asalariado que necesitan los grandes propietarios.
El Zapatismo y el Constitucionalismo estuvieron muy activos en la Tierra Caliente. La situación de la peonada y los rancheros arrendatarios en las haciendas no eran halagüeñas. El trabajo escaseaba y la paga no era buena.
El 28 de abril de 1900 en el Periódico Oficial del Estado de Guerrero apareció un resumen de la vida en el distrito de Mina. Los indicadores son interesantes al leerlos en el contexto de la dictadura de Porfirio Díaz. En Totopalpan “desapareció” la viruela, pero reapareció en Cutzamala “sin causar víctimas” porque se vacunaron 27 niños; el mes anterior hubo 176 defunciones y 153 nacimientos. La violencia era constante, ése mes hubo 12 heridos, un herido grave, que luego murió, dos homicidios y a uno de ellos le aplicaron la “Ley fuga” cuando era trasladado a la capital. En la cárcel del Distrito había 60 personas del mes anterior, en el mes ingresaron otras 12 personas y salieron 10; las multas importaron $ 123.68 pesos, con lo que se garantizó el pago a los ayuntamientos de sus empleados.
Es por ello que el 12 de octubre de 1917, en un combate entre San Miguel Totolapan y San Antonio de la Gavia, fueron “rescatados” por el General Cipriano Jaimes, de las fuerzas constitucionalistas, los señores Vicente y Enrique Ortiz, que habían estado prisioneros de los zapatistas en el mineral de Campo Morado.
Una vez concluidos los conflictos la actividad minera resurgió, como lo muestra la denuncia de la mina “La Tentación” Librado Ríos y Cecilio Beltrán, ambos de nacionalidad mexicana, con residencia en San Antonio de la Gavia, denunciada el 11 de marzo de 1926 ante el Agente de Minería, Abel Gaona, en Coyuca de catalán; la mina se encontró en El Cerro Azul, del municipio de San Miguel Totolapan.
La pareja de Julián Villareal y María Aguirre de Santa Ana, bautizaron en Ajuchitlán, el 20 de diciembre de 1874 a su hijo Guadalupe Julio, y fueron padrinos José Calderón y María Gandarilla de San Bartolo. Un año después fueron padrinos del niño Miguel Juan, hijo de Porfirio Rayo y de Eulalia Díaz, bautizado el 16 de mayo.
Urcino Villareal registró en Totolapan a su hijo Aurelio nacido el 12 de noviembre de 1899. Tenía 20 años, era “jornalero”, y vivía en la Cuadrilla de San Antonio; su esposa Cecilia Calderón tenía 19 años, y era “natural” de la misma localidad. En el acta el niño es nieto, por línea paterna, de Julián Villareal, originario de Santa Ana, de 48 años de edad, jornalero, y de María Aguirre, de 40 años de edad, ambos casados. Por la materna es nieto difunto Manuel Calderón y de Demetria Sandoval, que vivía en la Cuadrilla de San Antonio.
El 28 de marzo de 1890 fallece don José Rosas Villareal, de 60 años, de padres no conocidos; según declaró Jesús Villareal, viudo, jornalero, entonces de 25 años de edad, con domicilio en la Comarca de Santa Ana. Fueron testigos del fallecimiento los ciudadanos Rosalino García y Jesús Rayo casados, jornaleros, mayores de edad.
Dos años después nació María Coleta,hija legítima de Ursino Villareal y de Cecilia Calderón, la llevaron a bautizar el 3 de marzo sus padrinos Néstor y María Borja, hermanos.
El 14 de enero de 1894 fue tráfico, pues falleció por el piquete de un alacrán la niña Alejandra Villareal, de dos años, hija de Ursino Villareal, originario de Santa Ana, y vecino actual de la Cuadrilla de San Antonio, entonces de 23 años de edad, casado, jornalero, yd e su esposa Cecilia Calderón del mismo domicilio, de 20 años de edad. Sirvieron como testigos a los ciudadanos: Herculano Salgado y Arcadio Bueno, naturales de la misma cuadrilla, casados, jornaleros; el primero de 40 años de edad, y el segundo de 30 años.
El 13 de abril de 1894 nació Hermenegildo Villareal, hijo de Ursino Villarreal originario de la Cuadrilla de Santa Cruz del municipio de Ajuchitlán, de 23 años de edad, casado, filarmónico, con residencia en la Cuadrilla de San Antonio, y Cecilia Calderón, del mismo origen y vecindad, de 22 años de edad. El niño presentado era nieto por línea paterna del ciudadano Julián Villarreal y María Aguirre, originarios y vecinos de la Cuadrilla de Santa Ana, casados, el primero de 44 años de edad, filarmónico, y la segunda de 40 años, ambos viven en la misma comarca. Por la materna del finado Manuel Calderón y Demetria Sandoval, originaria y vecina del mismo San Antonio, de 33 años de edad, viuda.
La pareja de Ursino Villareal y de Cecilia Calderón, de San Antonio de la Gavia, bautizaron a Severiano Epifanio el 7 de abril de 1895, en Ajuchitlán y fueron sus padrinos Joaquín Castilleja y Micaela Guerrero, “de esta cabecera”. El niño Severiano Villareal apenas alcanzó los 3 años de edad, pues falleció de fiebre el 17 de julio de 1895.
El patriarca en lo musical, don Julián Villareal, murió a los 56 años, el 15 de marzo de 1898, dejando viuda a la señora María Aguirre de 50 años de edad, e hijo legítimo de los finados José Villareal y Antonia Bueno; según declaró su yerno León García, natural y vecino de este municipio, de 60 años de edad, casado, herrero, con domicilio en la comarca de Santa Ana. Fueron testigos: Jesús Rayo de 40 años de edad, casado y Marcial Aguirre de 22 años, soltero, jornaleros.
La pareja de Ursino Villareal y Cecilia Calderón bautizó en Totolapan a su hijo José Taide, el 22 de octubre de 1904, e invitó por padrinos a Taide Alva y Engracia Carranza.
El 31 de marzo de 1905 murió en Santa Ana, municipio de Ajuchitlán, Antonia Villareal, de 54 años, a causa de las fiebres intermitentes, dejando viudo al ciudadano León García de 60 años de edad, artesano; fue hija legítima de los finados José Rosas Villareal y Juana Padilla.
En San Miguel Totolapan, el 10 de septiembre de 1907, compareció el ciudadano Urcino Villareal “natural de la cuadrilla de San Antonio”, de 35 años de edad, casado, jornalero y presentó a una niña viva, nacida el día 5 del presente, a quien puso por nombre y apellido Lorenza Villareal, hija legítima del comparente y de la señora Cecilia Calderón del mismo lugar, de 35 años de edad. La niña presentada era nieta por línea paterna de los finados Julián Villareal y María Aguirre, y por la materna del finado Manuel Calderón y de la señora Demetria Sandoval, del mismo lugar de 59 años de edad, viuda. Fueron testigos Manuel y Sabino Calderón, mayores de edad, el primero viudo, y el segundo casado, los dos jornaleros, ambos del mismo lugar. Un año después falleció Emma Villareal, el 3 de marzo de 1908; ahí declara tener “40 años” y su esposa “30 años”. Fue testigo de nuevo Manuel Calderón.
El 1 de octubre de 1909, en San Miguel Totolapan, nació Ángela Villareal Calderón, fue registrada el mismo día, y bautizada hasta el 13 de noviembre. La niña presentada era nieta por línea paterna de los finados; Julián Villareal y María Aguirre; y por la materna, de los finados Manuel Calderón y Demetria Sandoval. De manera curiosa don Ursino queda registrado de “59 años” y su esposa de “36”, si había nacido en 1879, como quedó anotado en la primer acta, tendría 30.
El nieto de don Julián Villareal, su homónimo, pero de 21 años, llevó a registrar a una hija natural el 25 de junio de 1911 en Ajuchitlán. Dijo ser “soltero”, labrador, originario de originario de San Antonio de la Gavia y vecino de San Rafael, en Ajuchitlán; presentó una niña viva que nació el día 15 de junio, a quien puso por nombre Elvira Torres, hija natural de la señora Lidia Torres, entonces de 30 años de edad, originaria de San Gregorio, soltera.
“Elicia” Villareal nació el 2 de junio de 1915, en San Antonio de la Gavia, fue hija de Urcino Villareal y de Cecilia Calderón, de 45 y 43 años, respectivamente (en realidad 36 y 35). Cuatro años después el 2 de enero falleció de fiebre Sara Villareal, que tenía 25 años de edad, en San Antonio de la Gavia, municipio de San Miguel, para entonces ya había fallecido su padre, Ursino Villareal, violinista oriundo de Santa Ana o de Las Cruces, y residente en San Antonio de la Gavia.
Aquí termina la genealogía de los “filarmónicos”, sin embargo la familia continua su desarrollo y en los años 30 del siglo XX se asienta en la región de Temixco, del municipio de Arcelia.

miércoles, 11 de mayo de 2022

Breve historia de las músicas del pueblo purépecha de Michoacán.

La música es un producto social, por ello hay que abordarla de manera contextualizada. Es necesario tratar a sus creadores como individuos siempre inmersos en diversos grupos que conforman las sociedades históricamente referenciadas (Siegmeister, 1980). Esta sociabilidad de la música es patente en las músicas indígenas, donde el “autor” desaparece en la tradición y se vuelve dominio público o autor anónimo.
            Iniciemos esta breve historia con el mundo prehispánico del occidente de México, el cual seguramente contó con toda la variedad de bailes, cantos y música que están referenciados para las otras culturas de México ya en códices, pinturas murales y libros coloniales realizado por informantes indígenas; lamentablemente tales fuentes que no están disponibles para el caso del actual territorio de Michoacán; por ello todavía no es posible construir una amplia historia de las músicas de los pueblos originarios que habitaron o viven aún en estas tierras, no sólo para los hablantes de la “lengua de Michoacán”, que hasta la primera mitad del siglo XX se conocieron como “tarascos” y que ahora se afirman “purépecha”. La fuente más importante para conocer la vida en la época prehispánica del centro de Michoacán es La Relación de Michoacán, texto escrito en la primera mitad del siglo XVI por el fraile franciscano Jerónimo de Alcalá, donde aparecen algunas referencias sobre “La música, el canto y la danza antes de la llegada de los españoles”.
        Aunque dispersa, la información es importante porque hace referencia al pasado prehispánico del centro del actual territorio de nuestro estado; lamentablemente, deja fuera a otras áreas y grupos humanos de idiomas diferentes a la antigua “lengua de Michoacán”. No deja claro si había diferentes tipos de música, de acuerdo con las lenguas habladas o en los ámbitos sacro y profano, ni si las jerarquías sociales tenían sus propias músicas; aunque debemos suponer que era así, pues la información siempre aparece en contextos vinculados al poder y a las ceremonias religiosas. Tampoco aclara si existió diferencia alguna entre “instrumentos musicales” y “objetos sonoros”; por ejemplo entre los atavíos que usaba el Cazonci, como insignias de autoridad, estaban “unas uñas de venado en las piernas”, las cuales servían como instrumentos de percusión cuando éste bailaba; de igual manera sucedía con los esclavos destinados al sacrificio, a los cuales ataviaban con cascabeles en las piernas, estos idiófonos eran adornos e insignias (Alcalá, 1977: 225) pero también se utilizaban como objetos sonoros o, dependiendo del contexto, como instrumentos musicales.
            La parte más rica en información sobre la instrumentación anterior a la llegada de los españoles a Michoacán se encuentra en el capítulo XVII, que nos cuenta sobre el entierro del Cazonci. En el cortejo fúnebre que precedía al cuerpo iban varios músicos, algunos de los cuales serían sacrificados para acompañar al soberano al inframundo. Iban “un bailador y un tañedor de sus atabales, y un carpintero de sus atambores”, luego “iban tañendo delante, uno, unos huesos de caimanes; otros unas tortugas”, los principales señores y sus hijos, parientes del Cazonci difunto, iban entonando un canto antiguo que era ininteligible ya en esa época y que comenzaba “Utayne uze yoca zinatayo maco, etc.”; posteriormente el texto enuncia a los que iban tañendo trompetas (Alcalá, 1977).
            No es muy clara La Relación al hablar de los atabales y los atambores, y no aparecen ilustraciones para poder inferir su forma. En España la diferencia entre ambos instrumentos de percusión estribaba en el vaso, el atabal era un tamborcillo de parche de cuero con un vaso esférico, semejante a los timbales, y el atambor tenía un cilindro como caja de resonancia (Contreras, 1988: 93); sin embargo podemos utilizar otras fuentes de información que nos remiten al pasado prehispánico, aunque elaboradas por europeos, como los vocabularios y las gramáticas para aprender la lengua indígena. En el Vocabulario en lengua de Mechuacán, escrito por fray Maturino Gilberti y publicado en 1559, aparecen dos tipos de atabales: uno llamado tauengua y otro cuiringua; el segundo es descrito como “atabal o instrumento de palo que tañen los indios”, “aquel atambor de palo”, cuyo verbo es cuirinani: “tocar teponaztli”. Aunque no lo hace de manera explícita, la Relación habla del “carpintero de los atambores” el artesano que fabrica la cuiringua, un tambor de ranura que entre los nahuas se llamó teponaztli, instrumento que todavía suena en la costa de Michoacán en sustitución de las campanas el Viernes Santo (Gilberti, 1997: 227; Diccionario grande, 1991: 86).
          Gilberti también incluye en su Vocabulario varios instrumentos y prácticas musicales que si bien no aparecen descritos en La Relación, existen en los museos o estamos seguros fueron realizados antes de la llegada de los españoles. Pongamos como ejemplo a la flauta (cuiraxetaqua), de la cual tenemos varias muestras construidas con barro y seguramente también las hubo de carrizo; tampoco hay que desdeñar el silbar o chiflar (cuimuni), ya sea con la boca (cuimuqua) o con las manos (cuiuixequa). En los vocabularios aparecen los nombres en lengua de Mechoacán de instrumentos descritos en La Relación, como las conchas de tortuga o galápago que se percuten en la procesión, llamadas en tarasco: cutu ches. En la lámina aparecen los trompeteros o pungacuti,quienes tocan las pungacutaqua y las tiamu pungacuqua, unas seguramente hechas con los caracoles y las otras con cobre u otro metal (tiamu). Los sartales fabricados con pezuñas de venado eran llamadas tiamu axuni uecahchaqua, y había otras sonajas llamadas zantzhcuqua (Sánchez, 1997: 43).
            En el pasado, la música y el baile no estaban tan disociados como ahora, sobre todo aquellos que tenían un carácter ritual, pues como ya hemos visto entre los tarascos los danzantes (uarari)llevaban las pezuñas de venado (tiamu axuni uecahchaqua) en las pantorrillas, seguramente con el ánimo de marcar rítmicamente los pasos de su danza (uaraqua). Tan especializada fue la música y la danza que existieron escuelas para enseñar a danzar (uaraqua hurenguarequaro) (Gilberti, 1997; Diccionario grande, 1991). 
       Con la llegada de los españoles el panorama musical cambió, los instrumentos asociados con la nueva liturgia, como el órgano y el arpa, se incorporaron al campo musical y con ellos llegó una concepción estética distinta (Nava, 1999). En los primeros años las condiciones no fueron favorables al implante absoluto de las formas musicales europeas; se favoreció la hibridación, la cual, con el paso del tiempo, formó la “música colonial”. Ésta utilizó en los primeros años de su existencia varios instrumentos musicales y términos heredados del pasado. Todo instrumento músico fue llamado (tauengua) aunque no se tratara de un tambor, y si era de cuerdas se le llamó castillanapu tauengua, se tratara de una vihuela o bien de un arpa. Además de los instrumentos de cuerda llegaron algunos que no encontraron fácil traducción como las chirimías, utilizadas en los primeros años para sustituir al órgano, o bien crearon términos híbridos por su parecido con instrumentos genéricos tarascos. Así pasó con las gaitas, llamadas gayta cuiraxetaqua,por ser instrumentos de aliento parecidos a las flautas; con las trompas (trompa custamuquau) y con los sacabuches o trombones llamados tiamu pungacuqua, es decir, trompetas de metal (Gilberti, 1997; Diccionario grande, 1991).
        Con la nueva religión vinieron los nuevos instrumentos ligados al culto, como las campanas y las esquilas (camahquareraqua campana), las cuales eran tañidas (custani ó tiamu custani) por el custati ó tiamu pari (tañedor de campana). El órgano era llamado tauengua, y se usaba el mismo término en lengua de Michoacán para tañer, o tocar, custani. Durante la Semana Santa eran muy común escuchar tañer los atabales (parumparumastani), acompañados de trompeteros (pungacutiecha), obvio, con trompetas (tiyamu pungacuqua) (Gilberti, 1997; Diccionario grande, 1991).
            Tiripetío destacó no sólo por la instauración de una Escuela de Estudios Mayores, sino porque su capilla proveyó de maestros cantores e instrumentos al resto de los pueblos administrados por los agustinos. Su órgano fue traído de Toledo y durante mucho tiempo fue el mejor del Occidente; en tanto sus cantores vestían con gran ornato, una opa de grana fina y sobrepelliz de lienzo, de manera que parecía el coro de una catedral. Del pueblo salieron los primeros constructores de vihuelas de arco (parecidas a los violoncellos), chirimías y otros instrumentos. El agustino Diego de Basalenque nos narra los primeros años de la Conquista espiritual, cuando los misioneros vincularon la práctica de la nueva religión con el mayor boato posible, así, cuando un enfermo necesitaba recibir los sacramentos el viático se les llevaba “con toda la decencia posible, muchas chirimías, luces y cantos; porque como entonces convino aquello para introducir el respeto al Sanctísimo Sacramento” (Basalenque, 1989).
            A fines del siglo XVI eran tan numerosos los músicos indígenas que en algunos pueblos grandes había hasta 150 cantores; pero su vida no era fácil, normalmente faltaban a su casa y siembras varios días, pues estaban “sujetos a campana”, es decir, obligados a acudir a los servicios litúrgicos al pueblo cabecera que podía estar a varias leguas, cargando sus salterios y breviarios (libros de coro que medían unos 70 por 40 cm y podían pesar varios kilos). En algunas ocasiones los sacerdotes azotaban a los músicos que faltaban a sus deberes para con la iglesia, como ocurrió en Santa Clara donde los cantores se quejaron de fray Ángel Leal, pues “a un cantor le azotó sin número, amarrándole, le dio ciento veinte azotes, y luego le cortó las balcarrotas, y allí lo riño grandemente el padre diciendo le que por fuerza ha de acudir... Y si alguno falta de nosotros, tal vez de ir a la Iglesia, así no han de maltratar, esto es lo que no podemos sufrir” (AHMCR, 1664).
               Una vez afianzada la sede episcopal en Valladolid se formó en 1554 la capilla musical de la catedral, muy necesaria para la realización de servicios religiosos a la altura de un principado de la iglesia. Varios indígenas fueron figuras importantes en la música sacra colonial: el primero, llamado Francisco, fue organista de la catedral de Valladolid y asombró con su forma de tocar el órgano a los españoles que hacían oposiciones a la plaza que de dicho instrumento había en la catedral de México; un hijo suyo llamado Mateo también fue un gran músico. Otro importante organista indígena de Valladolid fue Juan Bautista Cuiris, quien ganaba en 1606, $213 anuales (AHMCR, 1606).
                En Valladolid, como en otros lugares del mundo hispano colonial, las cofradías tenían como obligación sacar una danza el día de Corpus, importante fiesta en España que luego se afianzó en Michoacán. En el siglo XVII se preferían las trompetas y el tambor para anunciar la fiesta; luego, dentro de la iglesia la música podía ser “tambor, pifanero, chirimiteros y clarinero”, además del organista y el coro de El Rincón, formado por indígenas de lengua matlatzinca. Más adelante se hacía una nueva procesión para cantar el rosario; las andas eran seguidas por los cofrades acompañados de “los músicos que se componen de arpista, violón, violín y guitarrista”, además del “guitarrista que canta el Rosario a la tarde”. Así, a mediados del siglo XVIII, seguían los pífanos y chirimías, pero ya no actuaban juntos, sólo salía “pífano y tambor” o “dos chirimías y un bajón”, todos interpretados por “músicos líricos” indios y mulatos (AHMCR, 1659‐1801).
                    Las músicas que hacían indios, criollos, africanos y sus descendientes forjaron los que, a mediados del siglo XVIII, ya eran conocidos como los “sonecitos del país”, parte de una tradición musical que conforma lo que ahora llamamos música “mexicana”. El siglo XIX inició, musicalmente hablando, mostrándonos que las músicas “populares” también buscaban su identidad; primero tuvo un regreso a los géneros coloniales prohibidos por la Inquisición y luego empezó a buscar nuevos modelos, la mayoría europeos que venían del ámbito teatral y de la aristocracia, como por ejemplo la zarzuela y el tiempo de vals, presentes en la pirekua y la canción ranchera (Nava, 1999: 99‐111).
                    Entre los pueblos de la sierra Paracho destacó en las actividades musicales. Fue uno de los centros manufactureros de los instrumentos que los misioneros utilizaron para acompañar el servicio religioso. A fines del siglo XVIII ya aparecen sus habitantes como constructores de violines y guitarras (Bravo, 1966: 79). No obstante, la leyenda dice que a fines del siglo XIX una familia de guitarreros de Paracho comenzó a “modernizar” a la guitarra, así: Gerónimo Amezcua y sus hermanos Jesús e Idelfonso, destacados lauderos, comenzaron a llevar a vender sus guitarras a lugares tan distantes como Monterrey, Guadalajara y México, trayendo modelos de instrumentos para que fueran copiados por sus compañeros de gremio (Hernández, 2008).
                  En el caso de la violería, don Proviliano Reyes y sus hermanos fabricaban violines, violas, violonchelos, contrabajos y la cada vez más rara arpa (Castillo, 1988: 32). Además, de constructores de instrumentos, los paracheños tuvieron también importantes músicos. Don Jesús Valerio Sosa, maestro con amplio y rico repertorio, compiló la música festiva de la región serrana en su “Año musical de la Sierra Tarasca”, junto con don Aristeo Martínez; ahí se encuentra música para toda ocasión y fiesta comenzando con el Son del Corpus, la fiesta más importante de Paracho (Zacarías, 2008).
                        En las fiestas principales las bandas tocaban desde la víspera, enfrascándose en una “competencia” entre sí. Tales duelos perduran hasta hoy y se dirimen interpretando música tradicional de la región, pero también oberturas de obras clásicas y música popular moderna. Cada banda se instalaba en el kiosko o en un portal, comienzan a tocar alternándose y el público responde con aplausos cada ejecución, que parte de piezas populares hasta llegar a las de atril, surtido de partituras por un encargado, y termina con la música regional: sones, pirekuas y abajeños para motivar al auditorio a bailar y ganarse mediante el aplauso la competencia (Chamorro, 1994).
                        El siglo XX inició sin grandes cambios en lo musical, pero con la llegada del cine primero, de la radio y los discos después, los géneros y gustos musicales iban a variar drásticamente. En la Meseta Tarasca, los descendientes de Jesús Valerio Sosa continuaron en la música regional; Gorgonio Sosa Silva y sus hermanos fueron músicos distinguidos. Paracho tuvo a muchos y buenos músicos, como Atilano Hernández, sastre de profesión y flautista, quien enseñaba solfeo a varios jóvenes con el método de Hilarión Eslava; el cual fue muy usado en el ámbito serrano, con él también enseñaba Timoteo Morales, clarinetista de San Ángel Tzurumucapio, a mediados de los años treinta a sus alumnos (Morales, 2000: 14).
                        A mediados de siglo comenzaban los “concursos artísticos”, que armonizaron muy bien con la tradición de las “competencias” entre las bandas contratadas para las fiestas de los pueblos; de ahí que el reconocimiento de algunos maestros creciera. Los directores de bandas y orquestas reputados recorrían los pueblos de la región para reorganizar los grupos de músicos, enseñarles nuevas técnicas, estudiarlos con repertorio nuevo o más difícil de ejecutar, crear nuevas formas de armonizar, etcétera (Martínez, 2008; Flores, 2009: 143‐164).
                      En los pueblos purépechas de la Meseta Tarasca existen una cantidad increíble de músicos, muchos de ellos de gran talento. Un buen recuento de la actividad musical de la región espera mejores plumas y muchas hojas, baste hacer una enumeración incompleta para que los lectores se den cuenta de la cantidad de compositores y directores de orquestas y bandas en la región: comencemos con el maestro Francisco Sosa y Juan Bautista de Paracho; Mateo y Nicolás Rodríguez de Ahuirán; Francisco Salmerón y Juan Crisóstomo de Quinceo; Daniel Plancarte de Patamban; Luis Cuara Guerrero, padre de Luis Cuara Amezcua, de San Juan Parangaricutiro; Estanislao Bueno de Ziracuaretiro; Ubaldo Morales Rivera de San Ángel Tzurumucapio; Victoriano Próspero y su hijo Salvador, Eliseo Cortés Hernández, todos de Tingambato; Casimiro y Cesáreo Ponce de San Juan Tumbio; Faustino Rodríguez León de Huiramangaro; Demetrio Sosa de Uricho; Nicolás Bartolo Juárez de Jarácuaro; Agapito Secundino de San Andrés Tziróndaro; Amadeo de la Cruz y Eusebio González de Pichátaro; Leopoldo Morales de Comanja; Francisco Granados de Ichán; Francisco Huipe de Tanaco y aquí paramos omitiendo a muchos más (Martínez, 2011: 151‐162; Martínez y Sebastián, 2014: 39‐46; Martínez y Victoriano, 2014: 11‐14 ).
                Los sonidos comenzaron a escucharse mediante fonogramas y registros de campo. En 1942 llegó por primera vez a Michoacán la musicóloga Henrietta Yurchenco; inició sus registros de música michoacana en la ribera del lago de Pátzcuaro y luego en Paracho, en el Internado Indígena; por último, recorrió algunos pueblos de La Cañada. En tres semanas ella y su equipo grabaron en discos de cera 125 canciones indígenas; algunas de las piezas registradas aparecieron en los discos que editó a fines de los años cuarenta (Yurchenco, 2003: 51). A partir de 1964 y hasta 1966 regresó durante las vacaciones de verano e invierno; comenzó de nuevo a grabar, ahora en cinta, en Jarácuaro, en Paracho y en Uruapan (Yurchenco, 1983: 240‐260). A esta labor de registro y divulgación de especialistas extranjeros pronto se sumaron personas de Michoacán, como el arquitecto Arturo Macías, quien pasó de los registros caseros a organizar una compañía de música y danza michoacana, producto de su labor resultó la grabación de Maestros del folklore michoacano, dedicado a la “Música indígena p’urhépecha” (Macías, 1973).
                Mención aparte merece el maestro Francisco Elizalde García, quien desde el principio de los años setenta promocionó a la música tradicional purépecha en El Bajío, La Cañada y las estribaciones de la Sierra, hasta donde llegara la señal de radio de la XEZM, “La zamorana”, en su programa de radio “Mañanitas p’urhépecha”; pues, además de invitar a los músicos tradicionales a su estudio, se convirtió en productor de decenas de discos de acetato bajo el sello Fonomex, gracias a los cuales tenemos registro sonoro de una buena parte del quehacer musical purépecha durante casi 30 años (Dimas, 1995: 327).
                 En la década del noventa aparece una pequeña casa productora llamada Alborada Records, situada en Uruapan, que se especializa en la música tradicional de la Tierra Caliente y la Meseta Tarasca. La labor de su productor, el ingeniero Ignacio Montes de Oca ha sido (con sus bemoles) la de promover, dentro del estado de Michoacán y entre el turismo nacional e internacional que llega a Michoacán, la música tradicional. La mayoría de los grupos y músicos de renombre de la música de la Tierra Fría, han grabado con él, como por ejemplo: la Orquesta de los hermanos Alonso de Capacuaro y la Orquesta de Jarácuaro (Montes de Oca, 2007: 429‐431).
                Los géneros musicales no han permanecido inmunes a las presiones de los medios de comunicación y a los nuevos contextos sociales. Es necesario componer nuevos estudios para entender las relaciones que se han establecido entre la música tradicional y la música popular de masas, no hemos entendido los procesos establecidos entre ambas para producir híbridos en Michoacán y fuera de México entre los michoacanos en EUA: grupos que tocan con instrumentos eléctricos y acústicos como Los Micher’s, Kenda y los Skatamales, que incluyen en su repertorio música tradicional junto a cumbias, rock, ska y otros géneros de la cultura popular de masas, incluso hay un incipiente movimiento de hip-hop que canta en purépecha (Martínez, 2004: 77‐82).
                Todavía hace falta mucha investigación para conocer la historia de las músicas de los pueblos originarios de Michoacán, sobre todo la tradicional, transmitida de oído, aunque aquella que se preserva en los archivos decimonónicos y coloniales, es aún desconocida y también necesita ser estudiada, divulgada y, sobre todo, tocada de nuevo. Esta ardua labor debe esperar a que otras personas “hagan segunda” y se unan al “coro” aunque sea en “heterofonía”. 




Victoriano Cuevas

 Don Victoriano Cuevas nació el 22 de marzo de 1910, fue hijo de doña María Bernabé Cuevas, de la cuadrilla de San Juan Chamacua; fue nieto de Aniceto Cuevas y Ascención Mundo. Aunque fue hijo de Martiniano Manzanales, y éste vivió con doña Bernabé, no se casaron y por ello no fue “reconocido”.

Victoriano Cuevas se casó hacia 1928 con María Palacios, hija de Pomposa Palacios; con ella tuvo a su hija Reynalda Cuevas el 15 de septiembre de 1929. Entonces dijo que tenía 30 años, era jornalero, originario y vecino de San Juan Chamacua.
En 1930 el Censo Nacional registró a la familia en la casa sin número de San Juan Chamacua. Se registró como jefe de familia a Martiniano Manzanales de 58 años, en unión libre con Bernabé Cuevas de 38 años, con su hijo Víctor Cuevas de 20 años, músico, casado con María Palacios de 15, y su hija Reynalda Palacios de un año y Diego Cuevas de 40 años, soltero.
En 1938 la familia vivía en Pungabaratito, donde don Victoriano trabajaba en la agricultura; ahí nació el 22 de enero Palemón Cuevas Palacios.
Las familias pobres de la región casi no aparecen en los registros, tal vez porque el pago de derechos para obtener actas de registro civil y bautismos no lo permiten. Un buen ejemplo es la inscripción tardía de Ricardo Cuevas, hijo de don Victoriano, en el Registro Civil, porque pretendía casarse y era un requisito; así que el 28 de marzo de 1949 se registró a Ricardo que nació el día 15 de junio de 1928. Una vez concluido el trámite, se pudo casar, el 31 de marzo de 1949, con María Espinoza de Ámuco. Interesante que Ricardo tuviera 2 años cuando el Censo de 1930 y no apareciera como hijo.
No hemos encontrado el acta de defunción de don Victoriano y muy pocas referencias a su actividad musical, una vida silenciada, como muchas otras de músicos pobres de los pueblos a las orillas de los ríos de Tierra Caliente.

Banda de la intervención

 Esta banda de música militar parece representar a los conjuntos que llegaron con los austriacos, de hecho sirve de portada a una "polka militar", llamada "Los cazadores de Austria". La agrupación tiene su "Chinesco", ese pendón con media luna y campanillas que cuelgan de ella, que se porta al centro del grupo musical, acompaña con el ritmo a las dos cajas, el bombo, el triángulo, los platillos; en la parte melódica hay dos oficleidos y dos instrumentos que pueden ser: "trompetas" de llaves, que ocultan el serpentín del tubo, o "cornetas" antiguas sin llaves. El militar que dirige usa un gorro alto de piel de oso, que portaban primero los granaderos belgas, austriacos y franceses, lleva levantado un instrumento de madera que me parece es un clarinete, aunque podría ser un "bastón de mando militar"... El chinaco, la madre con rebozo y el niño son el "público" mexicano que mira, junto con el observador a la banda que es seguida por las tropas y el militar a cargo en su caballo.

El curso del Balsas

 
El Balsas nace en la Sierra Nevada, una pequeña cordillera que une por el norte los volcanes Iztaccíhuatl y Popocatépetl con la Malinche, en la confluencia de Puebla con Tlaxcala. No es para mí claro por qué se llama "Atoyac" (Río de las tortugas), si su "afluente" el Zahuapan, que nace en Tlaxcala es mas largo; aunque según la Enciclopedia Británica, citada por Wikipedia, es una cuestión mas de política que de geografía lo que determina cuál río se considera principal. Ahora está muy disminuido y contaminadísimo con las industrias del valle Poblano-tlaxcalteca: las fabricas de carros, pinturas, las textileras (sobre todo las de mezclilla), y claro, las aguas negras de Tlaxcala, Texmelucan y Puebla lo han matado. El embalse de Valsequillo, al sur de la ciudad de Puebla, les revira los contaminantes en agua y pescado a sus agresores. Río abajo casi desaparece en el valle de Atlixco, de manera que en San Juan de los Ríos, donde se une al río Mixteco, que nace en el cerro del Águila, cerca de Tlaxiaco, Oaxaca, parece más su tributario. Ya juntos son el río Mezcala, en realidad el Balsas, pero como sucede en otros lugares, el nombre del río se conoce por el de la población más importante por donde pasa. Aunque el rodamiento y la confluencia de aguas casi limpias mejoran la salud del río, otras ciudades río abajo lo ensucian hasta llegar al puerto de Lázaro Cárdenas, donde el océano Pacífico lo devora.

Hace 3 mil años la región del nacimiento en el valle entre los Volcanes estaba densamente poblada, y Cacaxtla, fue una de las metrópolis a las que dio vida con sus aguas. Era una zona muticultural. Tal vez por ello, una de las poblaciones, cerca de donde nace, se llama Tlaloc, nombre del dios de las aguas y las lluvias entre los pueblos de la América media.
El río Mixteco, por su parte, riega una región abrupta, llena de cañadas, con pocos árboles en las puntas y en las zonas bajas, con una erosión detenida por cactus, palmas y una selva baja siempre sedienta. La tierra Ñuu/Ñu/Na/Tu'un Savi pudo guardar mejor sus historias en códices pre e hispánicos que otras regiones y su fina cerámica llegó muy al occidente.
El río mas ancho dio origen a la "cultura Mezcala" que muestra rasgos de la otra vertiente oceánica y de las selvas del Sotavento, entre ellas el culto o devoción al jaguar.
En los valles occidentales del Balsas medio creció una gramínea que, como en otros ríos del mundo, dio origen a una planta que alimentó a varias civilizaciones del continente: el maíz.

Por su desembocadura llegaron algunas ideas y procesos tecnológicos de América del Sur, como la metalurgia, y otros se compartieron como el uso de la concha spondylus como ornamento y "moneda", los peruanos aseguran que el perro pelón y el maíz los domesticaron ellos, y casi casi también el cacao.
La historia del río Balsas es previa a la existencia de hombres y mujeres en América, ha excavado con sus aguas las vetas auríferas de la Sierra Madre, nos dio el maíz, los zapotes, la metalurgia, los los perros pelones. Es el origen de manácatas, xhumácatas, toqueres, uchepos y morisquetas, con tuba, agua de tamarindo, jamaica y pitaya. También a dios@s como Xaratanga/Tlazoltéotl, Xipe Totec/Zicuirancha.
Es la tierra del mariache, del baile de tabla, y de los sones más representativos de las músicas mestizas del complejo del son del occidente de México. Por ahí bajaron a Sudamérica los bailes de tres paños que luego se llamaron chinelas, y hasta el sur llegaron para llamarse "chilenas".

El verdadero aprendiz encuentra a su maestro

 Estaba pensando en los rituales y su caracterización, porque la propuesta de hacer un ritual de ofrecimiento del mismo espacio que ahora debe llevar un nombre distinto y oficial parecía pertinente. De ahí me asaltaron las dudas de dónde comienza el rito y donde comienza el mito, y dónde la vida cotidiana, que no se pueden dar por hechas así como así; pero para las cuales las respuestas no siempre son verbales y racionales, pueden ser acciones y sentires; robándome la propuesta de mi maestro don Agustín Jacinto, la respuesta era tal vez prender una vela, o servirle una copita de mezcal a los "muertos", o mejor aún, ponerme las chanclas en la cabeza y gritar como chiscuaro.
Un rito es una acción social que tiene sentido trascendental para quien lo realiza en el marco de una cultura; la lógica la provee el mito y la eficacia la reproducción social en el marco de la tradición.
No quiero meterme en las honduras y resentimientos de la eficacia de los "fandangos urbanos multiregión" y mi opinión será traslúcida al hablar de lo que sucede en El Tecolote (v. g. oficialmente El Chiscuaro). Arcelia es un modelo de la situación que viven otras ciudades medias en México desde mediados de los años 70 del siglo XX, un crecimiento urbano desmedido y sin planificación, lo que lleva a la construcción de nucleos poblacionales sin servicios básicos y al impacto ambiental sobre el entorno; los arroyos desaparecen, las cañadas se vuelven basureros, no hay agua potable y los espacios verdes, de educación y cultura son nulos, o están fuertemente centralizados. Además, las ciudades medias de la Tierra Caliente sufren las presiones de la delincuencia organizada, que copta los bailes masivos, las fiestas patronales y barriales, que imponen grupos y formas musicales, y silencian a quien se les opone. Los gobiernos municipales de estas ciudades pequeñas no tienen el dinero suficiente para atender a su población y son, generalmente, el botín de los caciques locales y sus familias, quienes constantemente son designados "funcionarios" municipales aunque no tengan la más remota idea de qué deben hacer, cómo deben hacerlo o para qué; usualemnte en el ramo de la cultura es un "profesor/a" cuya militancia política la coloca frente a una regiduría que incluye al "Turismo" y la posibilidad de dirigir la Casa de la Cultura; ello explica por qué todo los actos cívicos y "culturales" parecen festival de día de las madres.
A diferencia de los pueblos, donde las tradiciones forman parte de la vida ritual y se mantienen ligadas al mito. En las ciudades medias hay propuestas "civilizatorias" que emanan de los modelos centrales y que constantemente desplazan a las formas locales de cultura: las "discos", los locales de "videojuegos" o de "internet", las "bodegas aurrerá" o soriana, las escuelas técnicas y las normales, generan necesidades "distintas" para los jóvenes, ¿dónde socializar, encontrar novi@, festejar, emborracharse, escuchar música, bailar? Esos lugares y prácticas no serán las de los pueblos pequeños, pero tampoco l@s de las grandes ciudades, con salas de cine, cafes, museos, restaurantes, bares con música especializada (culturantros), gimnasios, clubes de cosplay, filatelistas, gnósticos, etc., etc.
En las ciudades medias, que representan una buena parte de la población urbana del país (unos 20 millones de personas), todavía es posible evidenciar el vínculo de la tradición, el mito y el rito como parte de una explicación del mundo a partir de una civilización (basada en Mesoamérica, o característica de la zona media del territorio actul de México) en donde los elementos externos, europeos, africanos, asíaticos y oceánicos se intergraron , con elementos autóctonos diversos, pero con un sustrato común. El carácter agrario, de ciclo temporal y con predominancia del conjunto maíz, frijol, calabaz y chile, le dió características compartidas, pues aunque existen muchos tipos formas, colores, tamaños y sabores del maíza sólo hay hay una forma de obtener su semilla y plantarlo para su reproducción. Esa dependencia que tiene el maíz del hombre, y los hombres que vivimos desde hace miles de años en el área central de México del maíz, es una característica que no podemos dejar de lado. Sembrar maíz no es redituable en la lógica económica imperante del sistema mundo en que vivimos; sin embargo, "sembramos porque es costumbre; dijo un viejito al pasar" y porque comemos maíz. Allá los gringos, los rusos y los chinos si quieren sembrar maíz para darle de comer a los puercos, hacer azúcar, sacar aceite, nosotros sembramos para comerlo y hacerlo en lugares como los Balcones de la Tierra Caliente, o en general en las vertientes de las Sierras Madre Occidental, Oriental y los macizos del Nucleo volcánico transversal es tan difícil que la Coa, Tarecua, Enduño, bastón plantador, o como se llame localmente, se sigue utilizando. Ello implica la tumba, roza y quema, la preparación en declives a veces de increibles 60 grados y la necesidad de "combatir" o realizar trabajo comunal, rotativo y no pagado, sino en especie (música y elotiza de por medio). De entrada, en zonas de temporales magros, aguas en tromba y secas en años, la racionalidad no impera, la lógica es la de la religión; con una fe "suigéneris" donde el sexo no puede serpararse del culto, ni de la vida cotidiana.
Sembrar maíz implica la incertidumbre constante de que se logre la cosecha y ésta depende de un equilibrio que no se piensa terrenal sino mítico. En que el sol y la luna mantengan sus ciclos y que el viento traiga la lluvia y que esta no sea tal que ahogue a la planta que con cariño y cuidado el hombre a seleccionado, desgranado, guardado y vuelto a plantar, haciendo hoyos con sus manos y tapándolos con sus pies. Nada de tractores Juan Venado porque aquí no hay tecnología que valga a no ser la que el herrero hace abrazando el cobre o el hierro a la punta de una vara.
Igual podríamos decir de pastorear vacas o pescar, sembrar ajonjolí, sorgo, mángo, sandía o melón, salvo que en algunas de ellas las agroindustrias trasnacionales ya entraron al juego y rentan las tierras hasta dejarlas hechas un basurero químico a sus ejidatarios posesores.
Esos ritos de cosecha, petición, imploración, demanda, agradecimiento y súplica es posible verlos en las ciudades medias; es posible que los jóvenes hayan participado en ellos, aún cuando sean hijos de profesionistas liberales y hasta "librepensadores", como les decían los abuelos a los ateos. Limpiar ojos de agua, bendecir semillas y agua, misas para "animales" o para pedir por ellos, procesiones a los cerros, danzas y prácticas mágicas de añeja raíz que hablan de diosas antiguas y donde el maíz aparece como figura central forman parte de la literatura oral de las pequeñas ciudades y el escepticismo no los cuestiona abiertamente.
Es por ello que, centros culturales como El Tecolote, El Chiscuaro, La Parota, La Ziranda, El Astillero, El Naranjo, y tantos más que van creciendo por la Tierra Caliente toman relevancia, porque se presentan como espacios de socialización para los jóvenes de los centros urbanos medios, quienes se reunen para tener amig@s, novi@s, divertirse, bailar, cantar, tocar un instrumento y tal vez sin ser plenamente conscientes de su papel como reproductores sociales de prácticas antiguas. Golpean con sus pies el tambor de parota y con ello llaman a la lluvia, y le cantan a los pájaros y a los animales en un ciclo ritual que alterna al sol, el día, lo caliente, con la luna, lo oscuro y lo frío.
A veces los mitos se hacen explícitos en la representación de las leyendas locales, a veces no, y éso me lleva a la pregunta ¿es necesario hacerles partícipes de la hermenéutica hermética que priva en la lógica del ritual y el mito? La respuesta no es sencilla, de entrada el conocimiento sólo se pone a disposición del iniciado que la solicita con un fin que no es personal sino comunitario; luego, explicarlo no implica que su relevancia sea aquilatada y comprendida; el conocer las llaves que explican la tradición no necesariamente mejoran su práctica ni garantizan su "preservación"; finalmente, todo conocimiento es poder y responsabilidad, así que brindarlo "abiertamente" implica conocer a profundidad al nuevo depositario del mismo.
Así que hablar en aquella mesa, donde Los Plateados escuchaban, para mí fue gratificante, porque no se trataba de "enseñar" los contenidos de la tradición sino su lógica, la cual es caótica y subversiva como es la risa, según Bajttin, y la risa de los pobres (los subalternos diría Gramsci) cuestiona al poder incluso como discurso "implícito" en y a los discursos dominantes (diría Scott). Cenar con frijoles, nopales, queso y mezcal; reirnos, comentar lo pasado durante los recientes eventos en la tabla, decir si tal o cual persona era oreja de Gobernación, atacar las relaciones sexuales establecidas, etc. fue una forma de hacer una reflexión "semi" concluyente, o concluyente; pero a la vez, con décimas, sextillas y coplas formó parte de la tradición, de ése ritual que se llama fandango que encadena lo cotidiano, como cenar lo de todos los días, platicando lo extracotidiano, con el rito propiciatorio de la siembra del maíz, justo cuando se debe y hacían en los alrededores la preparación para sembrar la milpa y, Dios y San Isidro quieran, esperar las aguas.

La vida musical de un campesino: don Noé Martínez Medrano

 Don Noé Martínez creció con violín que era de su padre, don José Martínez Izquierdo, y que andaba rodando por su casa durante su infancia. Le sacó las primeras notas para “entretener” a una hermana menor. Su padre dejó la música “cuando llegaron los tocadiscos” a Tzitzio, en los años 50, y la gente prefería contratar para sus fiestas a los dueños de bocinas, quienes con sus aparatos Radson y su cajas de vinilos ponían canciones rancheras y piezas “tropicales” para bailar.
Los Martínez de los Balcones de Tzitzio son una familia musical, tal vez con más de guitarra, junto con sus hermanos, luego su tío Perfecto Martínez, de Copuyo, lo inició en el violín. La motivación era poder tocar con sus primos Ascensión, Ramón y José Martínez, hijos de Leonora Medrano Santoyo, hermana de doña Casimira, la mamá de don Noé.
Aproximadamente desde los 15 años don José Martínez se dedicó a la música, pero cuando nació don Noé, el 29 de agosto de 1950, “la música ya no valía”, así que se separó y sus primos incorporaron a don José Rubio, para seguir tocando.
Don Noé tenía 8 años cuando vio tocar un dueto formado por Othón Hernández violinista, quien tocaba con Melitón Piña, “con la guitarra tamborina”, en Poturio, un rancho como a media hora de Paso Ancho. La guitarra tamborina, es la guitarra tuá, o guitarra panzona que se tocaba en la música de la Tierra Caliente del Balsas; se le llamaba tamborina, porque tenía una función más percusiva que armónica y los redobles en los mánicos emulaban a los redobles de la tamborita, además de que sus aros muy anchos le daban un aspecto peculiar.
En esos años, los de su infancia que fueron los 60’s, don Noé recuerda que también había un conjunto musical en La Parotita. Lo formaban don Tiburcio Pérez, el violinista, con don Vidal Patiño, el “segundero”, su hermano José Patiño, en la guitarra tamborina y Meliton Castro, en la tamborita. Aunque su padre y otros músicos viejos le refirieron los bailes sobre la tabla, ese instrumento percusivo que los bailadores tocan con los pies, en los ranchos de Tzitzio, en los años 60, ya no se usaba y aunque se regara el piso con agua, al rato ya estaban “las polvaderonas”.
Don Noé nació en Charapeo, cerca de Queretanillo, pero iba a aprender con su tío Isabel Martínez, hijo de don Perfecto, el maestro y tío de su padre. Don Isabel era violinista y tocaba la guitarra “séptima”; pero nos dice don Noé que sólo de nombre, porque ya era una guitarra sexta de Paracho.
Igual que sucedió con su padre, don Noé se inició en la vida musical con un conjunto formado por sus primos, los hijo de don José Martínez, de Las Minas, tío suyo porque se casó con prima hermana de su mama. Sus hijos don Ricardo Martínez, su compadre, y primo segundo, segundo tocaba el violín; su hermano Agustín es prolijo pues toca la guitarra, el violín, y luego aprendió el acordeón. Don Agustín vivió en la Ciudad de México, en Apatzingán y en Estados Unidos, por lo que dejó la música tradicional de sus pueblos para dedicarse a la norteña.
Cuando don Noé se casó con su esposa, doña María Dolores Ávalos Celis, nacida en El Limón, en 1978, tocaron sus primos. Ricardo Martínez en el violín, Agustín Martínez en la guitarra y su primo segundo Abelino Villa, en el tololoche. Esos “Villa”, son una familia de músicos de Las Juntas, donde se juntan el río grande y el chico que forman el río Purungueo que desemboca en el Cutzmala. Don David Villa, tocaba la guitarra y la vihuela, y su hijo Samuel Villa, toca el tololoche con Los Carácuaros de Serafín Ibarra.
Hasta los años 40 las fiestas de bodas y “cuelgas” o cumpleaños, mantuvieron su carácter tradicional. Dependiendo del nivel económico se contrataban un número de grupos que podían ir de uno a 4, a cada uno le armaban una enramada y le ponían una banca para sentarse. Los novios iban a los pueblos a casarse a Copuyo, Tzitzio, Tafetán, y al regresar los salían a recibir con piezas; entonces, el grupo más reputado se sentaba y tocaba en un tono, el siguiente debía continuar en el mismo tono, repitiéndose la acción mientras hubiera grupos. El primer grupo podía cambiar de tono y entonces los demás debían tocar en el tono propuesto. Estos ciclos de tocar en tonos iban acordes con el tiempo de la fiesta; si había grupos de músicos buenos se alargaba, cuando algún conjunto ya no sabía y no podía, se rompía el ciclo de “contestadas” y se tocaba “ya como podían”. Usualmente los contratos eran de 6 hasta 12 horas y cobraban 20 pesos de 1950 por hora; pero don Noé recuerda que algunas veces llegó a tocar más de medio día.
Don Noé toca para los festejos de alegría, pero también para las funciones de los santos y los difuntos. Asegura que “tiene música” para tocar hasta 12 horas, iniciando con Las Mañanitas y de ahí valses, minuetes, sonecitos, alabanzas, pasos dobles y polkas “de pura música”. Sabe que en otros lugares hay “marchas fúnebres”, pero en los Balcones de Tzitzio no se resguardaron. Ahora el repertorio incluye piezas promovidas por el disco y el radio como “Te vas ángel mío”, “Cruz de olvido”, “Amor eterno”, con las cuales se suele iniciar, alternando el rezo del rosario con la música, las horas que se contraten, que pueden ser toda la noche. Después de un rato la familia del deudo comienza a pedir la música “que le gustaba al difunto” y ahí si ya hay libertad para tocar piezas que no son propias para la velación.
En esas fiestas las bebidas eran “calientes” con alcohol del 96, que compraban en latas, o mezcal que bajaban de la sierra de las vinatas de Marcelino Villa o de José Pérez, por El Salto. A partir de los años 50 la cerveza fue la bebida común para celebrar las fiestas.
En los años 70 comenzó a llegar la música norteña a Tzitzio y el gusto por la canción, el corrido y hasta la cumbia fueron desplazando a los géneros locales. Don Noé no es un tradicionalista que se oponga a los campos, porque a él le gusta saber un poco de todo.
Don Noé tocó con don Elpidio Valenzuela en el tololoche, primo hermano suyo, que sería luego su compadre; nativo del puerto de El Tigre. Pero luego lo jaló su primo don Agustín Martínez, el acordeonista, y con su hermano Anselmo Valenzuela, que tocaba el bajo sexto, formaron uno de los primeros conjunto norteño de la región.
En Tzitzio ha también un dueño norteño, formado por Miguel Coria en el bajo sexto y José Durán, en el acordeón. Un caso interesante es el de Juventino España, nativo de La Soledad, que tocaba la guitarra y el bajo quinto, cuya fotografía aparece en el libro de Jas Reuter, La música popular de México, publicada por Editorial Panorama en 1982. El hijo de don Juventino, Miguel España toca la guitarra y ha sido compañero de don Noé. En Copuyo, don José Magallanes, violinista, mayor de 80 años, es parte de un linaje de músicos que se han convertido en “versátiles”, con su equipo de sonido eléctrico, luces y escenario.
Un caso interesante es el de la fabricación de los instrumentos, pues si bien en la actualidad estos se compran en las casas de música de Morelia, y proceden generalmente de Paracho, guitarras, violines y tololoches; en el pasado hubo algunos músicos que construían sus propios instrumentos. Don Noé recuerda que su padre, José Martínez Izquierdo, construyó un violín, y que don Othón Hernández, que era violinista y fustero, también hizo algunos instrumentos.
La vida laboral de don Noé Martínez es amplia y diversa, apenas ayer reparó una cerca, buscó un burro que se le salió de su corral, cortó algunas cajas de ciruelas y se preparó para viajar a Morelia a tocar con sus nietos, que aprenden con él, el Día del Niño. Don Noé construye casas de “material” y de adobe, conoce plantas medicinales que hay en los cerros y barrancas, sin ningún problema sacrifica chivos, puercos y reses, hace carnitas, desmonta para sembrar el maíz y frijol que consume su familia, tiene terrenos propios y otros los trabaja a medias, siembra jamaica, mantiene sus ciruelos, planta magueyes para mezcal, atiende sus estanques con ranas toro, mueve su ganado con su macho, o anda en cuatrimoto. Aunque la música ocupa una parte importante de su vida es sólo una de las facetas de ser campesino en los Balcones de la Tierra Caliente.