La música es un producto social, por ello hay que abordarla de manera contextualizada. Es necesario tratar a sus creadores como individuos siempre inmersos en diversos grupos que conforman las sociedades históricamente referenciadas (Siegmeister, 1980). Esta sociabilidad de la música es patente en las músicas indígenas, donde el “autor” desaparece en la tradición y se vuelve dominio público o autor anónimo.
Iniciemos esta breve historia con el mundo prehispánico del occidente de México, el cual seguramente contó con toda la variedad de bailes, cantos y música que están referenciados para las otras culturas de México ya en códices, pinturas murales y libros coloniales realizado por informantes indígenas; lamentablemente tales fuentes que no están disponibles para el caso del actual territorio de Michoacán; por ello todavía no es posible construir una amplia historia de las músicas de los pueblos originarios que habitaron o viven aún en estas tierras, no sólo para los hablantes de la “lengua de Michoacán”, que hasta la primera mitad del siglo XX se conocieron como “tarascos” y que ahora se afirman “purépecha”. La fuente más importante para conocer la vida en la época prehispánica del centro de Michoacán es La Relación de Michoacán, texto escrito en la primera mitad del siglo XVI por el fraile franciscano Jerónimo de Alcalá, donde aparecen algunas referencias sobre “La música, el canto y la danza antes de la llegada de los españoles”.
Aunque dispersa, la información es importante porque hace referencia al pasado prehispánico del centro del actual territorio de nuestro estado; lamentablemente, deja fuera a otras áreas y grupos humanos de idiomas diferentes a la antigua “lengua de Michoacán”. No deja claro si había diferentes tipos de música, de acuerdo con las lenguas habladas o en los ámbitos sacro y profano, ni si las jerarquías sociales tenían sus propias músicas; aunque debemos suponer que era así, pues la información siempre aparece en contextos vinculados al poder y a las ceremonias religiosas. Tampoco aclara si existió diferencia alguna entre “instrumentos musicales” y “objetos sonoros”; por ejemplo entre los atavíos que usaba el Cazonci, como insignias de autoridad, estaban “unas uñas de venado en las piernas”, las cuales servían como instrumentos de percusión cuando éste bailaba; de igual manera sucedía con los esclavos destinados al sacrificio, a los cuales ataviaban con cascabeles en las piernas, estos idiófonos eran adornos e insignias (Alcalá, 1977: 225) pero también se utilizaban como objetos sonoros o, dependiendo del contexto, como instrumentos musicales.
La parte más rica en información sobre la instrumentación anterior a la llegada de los españoles a Michoacán se encuentra en el capítulo XVII, que nos cuenta sobre el entierro del Cazonci. En el cortejo fúnebre que precedía al cuerpo iban varios músicos, algunos de los cuales serían sacrificados para acompañar al soberano al inframundo. Iban “un bailador y un tañedor de sus atabales, y un carpintero de sus atambores”, luego “iban tañendo delante, uno, unos huesos de caimanes; otros unas tortugas”, los principales señores y sus hijos, parientes del Cazonci difunto, iban entonando un canto antiguo que era ininteligible ya en esa época y que comenzaba “Utayne uze yoca zinatayo maco, etc.”; posteriormente el texto enuncia a los que iban tañendo trompetas (Alcalá, 1977).
No es muy clara La Relación al hablar de los atabales y los atambores, y no aparecen ilustraciones para poder inferir su forma. En España la diferencia entre ambos instrumentos de percusión estribaba en el vaso, el atabal era un tamborcillo de parche de cuero con un vaso esférico, semejante a los timbales, y el atambor tenía un cilindro como caja de resonancia (Contreras, 1988: 93); sin embargo podemos utilizar otras fuentes de información que nos remiten al pasado prehispánico, aunque elaboradas por europeos, como los vocabularios y las gramáticas para aprender la lengua indígena. En el Vocabulario en lengua de Mechuacán, escrito por fray Maturino Gilberti y publicado en 1559, aparecen dos tipos de atabales: uno llamado tauengua y otro cuiringua; el segundo es descrito como “atabal o instrumento de palo que tañen los indios”, “aquel atambor de palo”, cuyo verbo es cuirinani: “tocar teponaztli”. Aunque no lo hace de manera explícita, la Relación habla del “carpintero de los atambores” el artesano que fabrica la cuiringua, un tambor de ranura que entre los nahuas se llamó teponaztli, instrumento que todavía suena en la costa de Michoacán en sustitución de las campanas el Viernes Santo (Gilberti, 1997: 227; Diccionario grande, 1991: 86).
Gilberti también incluye en su Vocabulario varios instrumentos y prácticas musicales que si bien no aparecen descritos en La Relación, existen en los museos o estamos seguros fueron realizados antes de la llegada de los españoles. Pongamos como ejemplo a la flauta (cuiraxetaqua), de la cual tenemos varias muestras construidas con barro y seguramente también las hubo de carrizo; tampoco hay que desdeñar el silbar o chiflar (cuimuni), ya sea con la boca (cuimuqua) o con las manos (cuiuixequa). En los vocabularios aparecen los nombres en lengua de Mechoacán de instrumentos descritos en La Relación, como las conchas de tortuga o galápago que se percuten en la procesión, llamadas en tarasco: cutu ches. En la lámina aparecen los trompeteros o pungacuti,quienes tocan las pungacutaqua y las tiamu pungacuqua, unas seguramente hechas con los caracoles y las otras con cobre u otro metal (tiamu). Los sartales fabricados con pezuñas de venado eran llamadas tiamu axuni uecahchaqua, y había otras sonajas llamadas zantzhcuqua (Sánchez, 1997: 43).
En el pasado, la música y el baile no estaban tan disociados como ahora, sobre todo aquellos que tenían un carácter ritual, pues como ya hemos visto entre los tarascos los danzantes (uarari)llevaban las pezuñas de venado (tiamu axuni uecahchaqua) en las pantorrillas, seguramente con el ánimo de marcar rítmicamente los pasos de su danza (uaraqua). Tan especializada fue la música y la danza que existieron escuelas para enseñar a danzar (uaraqua hurenguarequaro) (Gilberti, 1997; Diccionario grande, 1991).
Con la llegada de los españoles el panorama musical cambió, los instrumentos asociados con la nueva liturgia, como el órgano y el arpa, se incorporaron al campo musical y con ellos llegó una concepción estética distinta (Nava, 1999). En los primeros años las condiciones no fueron favorables al implante absoluto de las formas musicales europeas; se favoreció la hibridación, la cual, con el paso del tiempo, formó la “música colonial”. Ésta utilizó en los primeros años de su existencia varios instrumentos musicales y términos heredados del pasado. Todo instrumento músico fue llamado (tauengua) aunque no se tratara de un tambor, y si era de cuerdas se le llamó castillanapu tauengua, se tratara de una vihuela o bien de un arpa. Además de los instrumentos de cuerda llegaron algunos que no encontraron fácil traducción como las chirimías, utilizadas en los primeros años para sustituir al órgano, o bien crearon términos híbridos por su parecido con instrumentos genéricos tarascos. Así pasó con las gaitas, llamadas gayta cuiraxetaqua,por ser instrumentos de aliento parecidos a las flautas; con las trompas (trompa custamuquau) y con los sacabuches o trombones llamados tiamu pungacuqua, es decir, trompetas de metal (Gilberti, 1997; Diccionario grande, 1991).
Con la nueva religión vinieron los nuevos instrumentos ligados al culto, como las campanas y las esquilas (camahquareraqua campana), las cuales eran tañidas (custani ó tiamu custani) por el custati ó tiamu pari (tañedor de campana). El órgano era llamado tauengua, y se usaba el mismo término en lengua de Michoacán para tañer, o tocar, custani. Durante la Semana Santa eran muy común escuchar tañer los atabales (parumparumastani), acompañados de trompeteros (pungacutiecha), obvio, con trompetas (tiyamu pungacuqua) (Gilberti, 1997; Diccionario grande, 1991).
Tiripetío destacó no sólo por la instauración de una Escuela de Estudios Mayores, sino porque su capilla proveyó de maestros cantores e instrumentos al resto de los pueblos administrados por los agustinos. Su órgano fue traído de Toledo y durante mucho tiempo fue el mejor del Occidente; en tanto sus cantores vestían con gran ornato, una opa de grana fina y sobrepelliz de lienzo, de manera que parecía el coro de una catedral. Del pueblo salieron los primeros constructores de vihuelas de arco (parecidas a los violoncellos), chirimías y otros instrumentos. El agustino Diego de Basalenque nos narra los primeros años de la Conquista espiritual, cuando los misioneros vincularon la práctica de la nueva religión con el mayor boato posible, así, cuando un enfermo necesitaba recibir los sacramentos el viático se les llevaba “con toda la decencia posible, muchas chirimías, luces y cantos; porque como entonces convino aquello para introducir el respeto al Sanctísimo Sacramento” (Basalenque, 1989).
A fines del siglo XVI eran tan numerosos los músicos indígenas que en algunos pueblos grandes había hasta 150 cantores; pero su vida no era fácil, normalmente faltaban a su casa y siembras varios días, pues estaban “sujetos a campana”, es decir, obligados a acudir a los servicios litúrgicos al pueblo cabecera que podía estar a varias leguas, cargando sus salterios y breviarios (libros de coro que medían unos 70 por 40 cm y podían pesar varios kilos). En algunas ocasiones los sacerdotes azotaban a los músicos que faltaban a sus deberes para con la iglesia, como ocurrió en Santa Clara donde los cantores se quejaron de fray Ángel Leal, pues “a un cantor le azotó sin número, amarrándole, le dio ciento veinte azotes, y luego le cortó las balcarrotas, y allí lo riño grandemente el padre diciendo le que por fuerza ha de acudir... Y si alguno falta de nosotros, tal vez de ir a la Iglesia, así no han de maltratar, esto es lo que no podemos sufrir” (AHMCR, 1664).
Una vez afianzada la sede episcopal en Valladolid se formó en 1554 la capilla musical de la catedral, muy necesaria para la realización de servicios religiosos a la altura de un principado de la iglesia. Varios indígenas fueron figuras importantes en la música sacra colonial: el primero, llamado Francisco, fue organista de la catedral de Valladolid y asombró con su forma de tocar el órgano a los españoles que hacían oposiciones a la plaza que de dicho instrumento había en la catedral de México; un hijo suyo llamado Mateo también fue un gran músico. Otro importante organista indígena de Valladolid fue Juan Bautista Cuiris, quien ganaba en 1606, $213 anuales (AHMCR, 1606).
En Valladolid, como en otros lugares del mundo hispano colonial, las cofradías tenían como obligación sacar una danza el día de Corpus, importante fiesta en España que luego se afianzó en Michoacán. En el siglo XVII se preferían las trompetas y el tambor para anunciar la fiesta; luego, dentro de la iglesia la música podía ser “tambor, pifanero, chirimiteros y clarinero”, además del organista y el coro de El Rincón, formado por indígenas de lengua matlatzinca. Más adelante se hacía una nueva procesión para cantar el rosario; las andas eran seguidas por los cofrades acompañados de “los músicos que se componen de arpista, violón, violín y guitarrista”, además del “guitarrista que canta el Rosario a la tarde”. Así, a mediados del siglo XVIII, seguían los pífanos y chirimías, pero ya no actuaban juntos, sólo salía “pífano y tambor” o “dos chirimías y un bajón”, todos interpretados por “músicos líricos” indios y mulatos (AHMCR, 1659‐1801).
Las músicas que hacían indios, criollos, africanos y sus descendientes forjaron los que, a mediados del siglo XVIII, ya eran conocidos como los “sonecitos del país”, parte de una tradición musical que conforma lo que ahora llamamos música “mexicana”. El siglo XIX inició, musicalmente hablando, mostrándonos que las músicas “populares” también buscaban su identidad; primero tuvo un regreso a los géneros coloniales prohibidos por la Inquisición y luego empezó a buscar nuevos modelos, la mayoría europeos que venían del ámbito teatral y de la aristocracia, como por ejemplo la zarzuela y el tiempo de vals, presentes en la pirekua y la canción ranchera (Nava, 1999: 99‐111).
Entre los pueblos de la sierra Paracho destacó en las actividades musicales. Fue uno de los centros manufactureros de los instrumentos que los misioneros utilizaron para acompañar el servicio religioso. A fines del siglo XVIII ya aparecen sus habitantes como constructores de violines y guitarras (Bravo, 1966: 79). No obstante, la leyenda dice que a fines del siglo XIX una familia de guitarreros de Paracho comenzó a “modernizar” a la guitarra, así: Gerónimo Amezcua y sus hermanos Jesús e Idelfonso, destacados lauderos, comenzaron a llevar a vender sus guitarras a lugares tan distantes como Monterrey, Guadalajara y México, trayendo modelos de instrumentos para que fueran copiados por sus compañeros de gremio (Hernández, 2008).
En el caso de la violería, don Proviliano Reyes y sus hermanos fabricaban violines, violas, violonchelos, contrabajos y la cada vez más rara arpa (Castillo, 1988: 32). Además, de constructores de instrumentos, los paracheños tuvieron también importantes músicos. Don Jesús Valerio Sosa, maestro con amplio y rico repertorio, compiló la música festiva de la región serrana en su “Año musical de la Sierra Tarasca”, junto con don Aristeo Martínez; ahí se encuentra música para toda ocasión y fiesta comenzando con el Son del Corpus, la fiesta más importante de Paracho (Zacarías, 2008).
En las fiestas principales las bandas tocaban desde la víspera, enfrascándose en una “competencia” entre sí. Tales duelos perduran hasta hoy y se dirimen interpretando música tradicional de la región, pero también oberturas de obras clásicas y música popular moderna. Cada banda se instalaba en el kiosko o en un portal, comienzan a tocar alternándose y el público responde con aplausos cada ejecución, que parte de piezas populares hasta llegar a las de atril, surtido de partituras por un encargado, y termina con la música regional: sones, pirekuas y abajeños para motivar al auditorio a bailar y ganarse mediante el aplauso la competencia (Chamorro, 1994).
El siglo XX inició sin grandes cambios en lo musical, pero con la llegada del cine primero, de la radio y los discos después, los géneros y gustos musicales iban a variar drásticamente. En la Meseta Tarasca, los descendientes de Jesús Valerio Sosa continuaron en la música regional; Gorgonio Sosa Silva y sus hermanos fueron músicos distinguidos. Paracho tuvo a muchos y buenos músicos, como Atilano Hernández, sastre de profesión y flautista, quien enseñaba solfeo a varios jóvenes con el método de Hilarión Eslava; el cual fue muy usado en el ámbito serrano, con él también enseñaba Timoteo Morales, clarinetista de San Ángel Tzurumucapio, a mediados de los años treinta a sus alumnos (Morales, 2000: 14).
A mediados de siglo comenzaban los “concursos artísticos”, que armonizaron muy bien con la tradición de las “competencias” entre las bandas contratadas para las fiestas de los pueblos; de ahí que el reconocimiento de algunos maestros creciera. Los directores de bandas y orquestas reputados recorrían los pueblos de la región para reorganizar los grupos de músicos, enseñarles nuevas técnicas, estudiarlos con repertorio nuevo o más difícil de ejecutar, crear nuevas formas de armonizar, etcétera (Martínez, 2008; Flores, 2009: 143‐164).
En los pueblos purépechas de la Meseta Tarasca existen una cantidad increíble de músicos, muchos de ellos de gran talento. Un buen recuento de la actividad musical de la región espera mejores plumas y muchas hojas, baste hacer una enumeración incompleta para que los lectores se den cuenta de la cantidad de compositores y directores de orquestas y bandas en la región: comencemos con el maestro Francisco Sosa y Juan Bautista de Paracho; Mateo y Nicolás Rodríguez de Ahuirán; Francisco Salmerón y Juan Crisóstomo de Quinceo; Daniel Plancarte de Patamban; Luis Cuara Guerrero, padre de Luis Cuara Amezcua, de San Juan Parangaricutiro; Estanislao Bueno de Ziracuaretiro; Ubaldo Morales Rivera de San Ángel Tzurumucapio; Victoriano Próspero y su hijo Salvador, Eliseo Cortés Hernández, todos de Tingambato; Casimiro y Cesáreo Ponce de San Juan Tumbio; Faustino Rodríguez León de Huiramangaro; Demetrio Sosa de Uricho; Nicolás Bartolo Juárez de Jarácuaro; Agapito Secundino de San Andrés Tziróndaro; Amadeo de la Cruz y Eusebio González de Pichátaro; Leopoldo Morales de Comanja; Francisco Granados de Ichán; Francisco Huipe de Tanaco y aquí paramos omitiendo a muchos más (Martínez, 2011: 151‐162; Martínez y Sebastián, 2014: 39‐46; Martínez y Victoriano, 2014: 11‐14 ).
Los sonidos comenzaron a escucharse mediante fonogramas y registros de campo. En 1942 llegó por primera vez a Michoacán la musicóloga Henrietta Yurchenco; inició sus registros de música michoacana en la ribera del lago de Pátzcuaro y luego en Paracho, en el Internado Indígena; por último, recorrió algunos pueblos de La Cañada. En tres semanas ella y su equipo grabaron en discos de cera 125 canciones indígenas; algunas de las piezas registradas aparecieron en los discos que editó a fines de los años cuarenta (Yurchenco, 2003: 51). A partir de 1964 y hasta 1966 regresó durante las vacaciones de verano e invierno; comenzó de nuevo a grabar, ahora en cinta, en Jarácuaro, en Paracho y en Uruapan (Yurchenco, 1983: 240‐260). A esta labor de registro y divulgación de especialistas extranjeros pronto se sumaron personas de Michoacán, como el arquitecto Arturo Macías, quien pasó de los registros caseros a organizar una compañía de música y danza michoacana, producto de su labor resultó la grabación de Maestros del folklore michoacano, dedicado a la “Música indígena p’urhépecha” (Macías, 1973).
Mención aparte merece el maestro Francisco Elizalde García, quien desde el principio de los años setenta promocionó a la música tradicional purépecha en El Bajío, La Cañada y las estribaciones de la Sierra, hasta donde llegara la señal de radio de la XEZM, “La zamorana”, en su programa de radio “Mañanitas p’urhépecha”; pues, además de invitar a los músicos tradicionales a su estudio, se convirtió en productor de decenas de discos de acetato bajo el sello Fonomex, gracias a los cuales tenemos registro sonoro de una buena parte del quehacer musical purépecha durante casi 30 años (Dimas, 1995: 327).
En la década del noventa aparece una pequeña casa productora llamada Alborada Records, situada en Uruapan, que se especializa en la música tradicional de la Tierra Caliente y la Meseta Tarasca. La labor de su productor, el ingeniero Ignacio Montes de Oca ha sido (con sus bemoles) la de promover, dentro del estado de Michoacán y entre el turismo nacional e internacional que llega a Michoacán, la música tradicional. La mayoría de los grupos y músicos de renombre de la música de la Tierra Fría, han grabado con él, como por ejemplo: la Orquesta de los hermanos Alonso de Capacuaro y la Orquesta de Jarácuaro (Montes de Oca, 2007: 429‐431).
Los géneros musicales no han permanecido inmunes a las presiones de los medios de comunicación y a los nuevos contextos sociales. Es necesario componer nuevos estudios para entender las relaciones que se han establecido entre la música tradicional y la música popular de masas, no hemos entendido los procesos establecidos entre ambas para producir híbridos en Michoacán y fuera de México entre los michoacanos en EUA: grupos que tocan con instrumentos eléctricos y acústicos como Los Micher’s, Kenda y los Skatamales, que incluyen en su repertorio música tradicional junto a cumbias, rock, ska y otros géneros de la cultura popular de masas, incluso hay un incipiente movimiento de hip-hop que canta en purépecha (Martínez, 2004: 77‐82).
Todavía hace falta mucha investigación para conocer la historia de las músicas de los pueblos originarios de Michoacán, sobre todo la tradicional, transmitida de oído, aunque aquella que se preserva en los archivos decimonónicos y coloniales, es aún desconocida y también necesita ser estudiada, divulgada y, sobre todo, tocada de nuevo. Esta ardua labor debe esperar a que otras personas “hagan segunda” y se unan al “coro” aunque sea en “heterofonía”.